Antes de la aparición de Nayib Bukele en la política nacional, la inmensa mayoría de salvadoreños desconocíamos completamente la existencia de un color llamado cian.
La política tradicional se había contentado con mezclar y remezclar colores, diríamos, más clásicos: el azul marino de los militares, el azul, blanco y rojo de la derecha empresarial, el rojo sangre de la izquierda… Hasta que irrumpió Bukele —un muchacho recién entrado en los 30— y comenzó a pintarlo todo de cian: primero fueron los símbolos de un pequeño municipio llamado Nuevo Cuscatlán, luego los de la alcaldía capitalina y los camiones de la basura; tiempo después pintó de cian un partido político que solía ser naranja y terminó convenciendo a la mayoría de votantes de que el cambio de era en la política, la lucha contra el saqueo y la impunidad y, en definitiva, la esperanza, tenían color cian. Su color. Su imagen. Eran, bien vistas, él mismo. Él como símbolo lleno de símbolos, él antagonista de todo lo viejo, lo viciado, lo corrupto. Él la mano que pasa la página de la historia.
La carrera política de Bukele está llena de épica: arrasó en las elecciones presidenciales de febrero, acumulando más votos que todos los demás partidos juntos. Ganó en los 14 departamentos del país. A sus 37 años se inscribió en la historia como el presidente electo más joven. Derrotó al sistema de partidos más sólido de la región; destronó al derechista ARENA y a la exguerrilla FMLN, que pelearon la guerra civil (1980-1992), firmaron la paz y se turnaron en el poder durante casi tres décadas.
Inició su meteórica carrera dentro del FMLN, como alcalde de un municipio sin mayor valor simbólico; ganó posteriormente la alcaldía de San Salvador, donde rompió relaciones con su partido, que exigía más sumisión de la que soportó. Cuadruplicó el número de firmas que establece la ley salvadoreña para crear un nuevo partido político y, aunque el plazo para recolectarlas es de tres meses, él lo hizo en un fin de semana, en el que se formaron colas de personas esperando poder firmar; pese a ello, el Tribunal Supremo Electoral no lo inscribió alegando precisamente que eran demasiadas firmas y que no conseguiría validarlas dentro del plazo legal para poder competir. Así que Bukele se inscribió en un pequeño partido de centroizquierda, que el tribunal anuló enseguida, merced a un rebuscado tétrix de argumentos jurídicos. Entonces, como en el viaje del héroe, cuando parecía haber quedado fuera de la competencia, cuando parecía que todo estaba perdido, se inscribió en el último minuto, al filo del plazo legal, en GANA, el derechista partido naranja, formado por exdiputados de ARENA y sobrevolado desde su nacimiento por los más oscuros señalamientos de corrupción y narcoalianzas; un partido ultraconservador cuyo diputado más insigne aplaude en público a grupos de exterminio y propone armar a la población civil para que haga justicia por sus propias manos contra los pandilleros. Pero Nayib tiñó GANA de él mismo: negoció —quién sabe qué— para que el partido cambiara de color y de emblema. Durante semanas, todas las sedes departamentales y municipales de GANA se fueron pintando de cian. En la papeleta de votación, en lugar de las siglas de su nuevo partido, aparecía solamente una bandera —cian, desde luego— y su emblema, una golondrina en vuelo.
Desde que coronó su gesta, y se convirtió en presidente electo de El Salvador, Nayib se ha dedicado a alimentar su estatura de símbolo: el mismo día de su victoria, antes del evento donde se proclamó ganador en el salón de un hotel, hizo su primer gesto como presidente electo: se tomó un selfi antes de decir cualquier palabra. Más tarde, en el evento público de celebración, en el centro histórico de San Salvador, subió a la tarima de triunfador como una estrella del rock: con explosiones de viruta llenando el ambiente, con una banda sonora bien sincronizada con su aparición, cuyo tema era Viva la vida de Coldplay (lo más parecido a un himno partidario durante toda su campaña), con un escenario vacío de extras, donde solo cabían él y su esposa, que lo miraba embelesada unos pasos atrás, mientras la multitud lo vitoreaba y cantaba el “sí se pudo” de los exitosos y esperaba el primer mensaje del nuevo presidente. Entonces, durante menos de media hora, Nayib Bukele se dedicó a hacer un recuento de sus éxitos, de cómo “los mismos de siempre” le auguraron un fracaso y él los humilló derrotándolos a todos juntos, sin necesidad de ir a segunda vuelta electoral. Declaró volteada la página de la posguerra y advirtió a sus adversarios que deberían comenzar a ahorrar dinero para pagar los robos y los abusos. Y finalmente declaró que había llegado al fin un Gobierno “del pueblo y para el pueblo”. Desde entonces, a los salvadoreños nos ha tocado leerlo en Twitter, donde ha sustituido su nombre por el emoticón de unas gafas oscuras, símbolo millennial del ganador por excelencia, del listo que se impone, del que se burla de los perdedores desde la altura de su triunfo.
Y no ha parado: corrió a agradar al Gobierno de Estados Unidos, viajando a Washington para discursear ante el ultraderechista laboratorio de ideas Heritage Fundation, donde prometió revisar la relación de El Salvador y China; donde asumió la responsabilidad de reducir la migración indocumentada, prometió un Gobierno pequeño y libertades novedosas para la empresa privada. Presumió —en Twitter— de la carta de felicitación de Donald Trump, que había repetido hasta el cansancio que El Salvador no era un país amigo, luego de decir que era un “agujero de mierda”. A la salida del evento dijo también que Daniel Ortega y Nicolás Maduro “pueden irse despidiendo de sus aliados en El Salvador”.
Insinuó que cerraría el zoológico y trasladaría a sus habitantes a un “santuario”; dijo, siempre en Twitter, que no se reuniría con los partidos de oposición debido a ciertas decisiones legislativas que considera incorrectas. Le dio dos horas al director de la policía para liberar a unos estudiantes capturados durante una manifestación… Y le contó los minutos; se adjudicó veladamente la racha ganadora de la selección de fútbol, transformando su eslogan de campaña “el dinero alcanza cuando nadie roba” en “los goles alcanzan cuando nadie roba”; en lugar de nombrar a un equipo de transición, ordenó —sí, en Twitter— a sus delegados que suspendieran “todo contacto” con el Gobierno saliente, debido a discrepancias en decisiones tomadas por el legislativo. Hizo una campaña para que un préstamo aprobado por el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) para construir un nuevo edificio legislativo se partiera en dos y la mitad se dedicara a escuelas, reduciendo el dilema a si el pueblo prefería edificio para los diputados o escuelas para los niños. Cuando el BCIE le aclaró que un préstamo aprobado para un destino no se puede partir en dos, culpó a “los mismos de siempre”. Ha convertido en un conflicto nacional el lugar donde se realizará el acto de traspaso de mando, alegando que él quiere celebrarlo “junto con el pueblo” y que no estarían invitados ni Ortega ni Maduro ni el presidente hondureño Juan Orlando Hernández. Publicó un tuit en el que decía que el nuevo presidente sabía conducir ferraris, acompañado de un video en el que salía alguien —quizá él— al volante de un auto deportivo; cuando las redes sociales criticaron ese gesto por opulento, escribió que sus críticos debían “relajar la dona”.