No es una labor sencilla lograr que Boris Johnson se haga responsable de sus actos. Basta preguntarle a John Palmer, quien lo intentó hace treinta años, cuando ambos eran reporteros que cubrían temas sobre Europa para periódicos británicos.
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En aquel entonces, Johnson, ahora de 55 años y muy cerca de llegar al puesto de primer ministro, era una estrella en ascenso de The Daily Telegraph, donde producía noticias sensacionalistas en serie que rayaban en la sátira y en las cuales retrataba a los burócratas europeos como controladores absurdos que seguían regulaciones excesivas. No parecía importarle que a menudo los artículos resultaran ser exagerados o imprecisos.
Era un excéntrico de la clase alta sacado de una novela de P. G. Wodehouse, despistado y con una desorganización crónica, recién egresado de Eton y Oxford donde había estudiado a los clásicos. El pelo le sobresalía de la cabeza en ángulos sorpresivos, y las puertas de su Alfa Romeo rojo, según su biógrafo, a veces estaban amarradas con cuerdas. Palmer, quien cubría las noticias de Europa para el periódico de izquierda The Guardian y era de la edad del padre de Johnson, intentó advertirle que sus distorsiones se habían vuelto peligrosas. Sin embargo, nada parecía dar resultado para que cambiara de opinión.
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“Me decía: ‘Te lo tomas demasiado en serio, por Dios. Ten un sentido de las proporciones, hombre’”, comentó Palmer. “Decía: ‘Te estás perdiendo de la verdad subyacente, la verdad subyacente’”.
Sus críticos podían hacer poco más que sonreír y encogerse de hombros ante el fenómeno que todo el mundo llamaba simplemente “Boris”.
“Se pensaba que era una atracción cómica”, agregó Palmer.
Era tan solo el inicio de Johnson, quien terminó por convertirse en uno de los mayores escapistas de la política británica.
Johnson ha escapado de pifias, engaños y errores que habrían acabado con la carrera de cualquier político normal. Ha logrado eliminar las críticas con sus distintivas fanfarronadas y la confianza en sí mismo. La crisis más reciente ocurrió el 21 de junio, cuando, a pesar de los esfuerzos titánicos de sus operarios políticos por alejarlo de los problemas hasta julio, cuando termine la carrera para llegar al cargo de primer ministro, oficiales de la policía recibieron una llamada para responder a un altercado entre Johnson y su novia, Carrie Symonds, de 31 años, quien fue jefa de comunicaciones del Partido Conservador. Los vecinos denunciaron alaridos, vidrios rotos y gritos de Symonds que decían “Suéltame” y “Vete de mi apartamento”.
Así inició un ciclo conocido. Políticos y comentaristas expresaron alarma por el historial de Johnson y su comportamiento impredecible, y sus números en las encuestas se vieron afectados. Sin embargo, dio la impresión de que a sus simpatizantes más fieles les cayó todavía mejor. Esto, en palabras de uno de sus biógrafos, es la clave de su magia política.
“Parte de su atractivo es que hace enfadar a los adultos, y a muchos de los votantes les gusta eso”, afirmó Andrew Gimson, autor de Boris: The Rise of Boris Johnson.
“Es una dinámica similar a la de Trump”, hizo notar Gimson. “Mientras más hace enojar a los liberales devotos, más satisfechos se sienten sus simpatizantes”.
A la gente, agregó Gimson, “le encanta ver cómo se burlan de la autoridad. En la escuela, siempre es divertido ver al alumno con la viveza suficiente como para hacer bromas a costa de los maestros. Boris tiene un sentido de lo ridículo, incluida la gente que se toma demasiado en serio”.
Johnson enfrenta solo un obstáculo más antes de convertirse en primer ministro: una elección de alrededor de 160.000 miembros del Partido Conservador a celebrarse este mes. Los miembros del partido están al tanto de la reputación que tiene Johnson de no ser alguien confiable. Una vez lo despidieron de The Times de Londres, por inventar una cita; y en una segunda ocasión, de su trabajo en el Partido Conservador, por mentir para encubrir una relación extramarital. Fue grabado mientras le ofrecía ayuda a un amigo que planeaba contratar a alguien para atacar físicamente a un periodista, y ha sido acusado de amenazar a editores que buscan historias que lo dejan mal parado.
Ha utilizado lenguaje racista y ofensivo, en su descripción de los niños africanos al llamarlos “negritos” y al comparar a las mujeres musulmanas que usan hiyab con “buzones de correo”. Como ministro de Relaciones Exteriores, dijo que había una mujer iraní-británica bajo custodia iraní que enseñaba periodismo, una metedura de pata que, según el esposo de ella, muy seguramente prolongó su encarcelamiento. Es un mujeriego en serie que ha dejado atrás dos matrimonios y al menos un hijo de una relación extramarital. También tiene una larga lista de otrora mentores y aliados que le guardan resentimiento. Max Hastings, quien le dio un empujón a la carrera de Johnson al contratarlo para The Daily Telegraph, señaló que “no creería en la palabra de Boris si me dijera que es lunes o martes”.
“No es un hombre al que puedas creer, o respetar, salvo como un exhibicionista superlativo”, agregó Hastings.
No obstante, los conservadores se han reunido para apoyar a Johnson de todas maneras. Él es el único que les está diciendo a los miembros del Partido Conservador lo que quieren escuchar: está preparado para sacar al Reino Unido de la Unión Europea sin un acuerdo el 31 de octubre.
Ellos también —y esto es crucial— lo consideran entretenido.
“Tiene este extraño don para moverse entre grandes cantidades de gente de una manera que los alegra”, comentó Charles Moore, editor de The Daily Telegraph de 1995 a 2003. “Los conservadores han sido dirigidos por gente gris durante mucho tiempo. Nadie de ellos tiene los atributos de él. No levantan el ánimo de la gente cuando entran a una habitación”.
Según Moore, las bases de los conservadores están enfurecidas con la mojigatería de la izquierda y “anhelan algo que sea más subversivo y diferente”. Johnson se ha propuesto, en este preciso momento, como el Lord del Desgobierno.
“Creo que tiene algo de genio, y en general una de las razones por las que lo apoyo —aunque me genere una infinidad de frustraciones y dudas— es porque creo que tiene algo de genio”, opinó Moore.
Johnson —de nombre completo Alexander Boris de Pfeffel Johnson— es un populista improbable. Pasó la mayor parte de su infancia en Bruselas, donde su padre, Stanley, fue funcionario de la Comisión Europea y supervisó la legislación paneuropea en torno al medioambiente.
A pesar de su apellido muy inglés, su bisabuelo fue un político turco, Ali Kemal, quien fue linchado por los nacionalistas pro-Ataturk. Su abuelo, Osman Ali, se cambió el nombre a Wilfred Johnson y crio a sus hijos para que fueran enfáticamente ingleses y enfáticamente de la clase alta.
Boris fue el mayor de cuatro hermanos que competían por todo, “ya fuera correr o saltar, comer las tartas más calientes en Navidad o quién tenía el pelo más rubio”, escribió Sonia Purnell en Just Boris: A Tale of Blond Ambition. En particular, Boris odiaba perder. De niño, cuando le preguntaban qué quería ser, respondía: “El rey del mundo”.
En Oxford se afianzó como un camaleón político al alinearse con el Partido Demócrata Social de centro-izquierda para ganar la presidencia de la sociedad de debate Unión de Oxford. Sus conocidos de aquella época coincidieron en que no tenían ni idea de cuáles eran sus verdaderas posturas políticas.
“Casi era como una pantalla en blanco en la cual la gente podía proyectar sus propias opiniones políticas”, afirmó Anthony Goodman, un homólogo de la Unión de Oxford. “Permitía que la gente pensara lo que quisiera pensar. Era una estrategia muy astuta”.
Fue en Bruselas, cuando trabajaba para The Daily Telegraph, que se topó con la causa que impulsaría su carrera a la cima: detener la integración británica a la Unión Europea.
Su arma secreta fue el humor. Comenzó a producir noticias llamativas de primera plana —marmalade droppers, como se les conoce en el Reino Unido— que reflejaban las opiniones euroescépticas de los lectores conservadores de The Daily Telegraph: ¡Enviarán perros rastreadores para regular el olor del estiércol! ¡Burócratas planeaban un condón unitalla! ¡La Unión Europea prohibirá las papas fritas sabor camarón!
Nigel Sheinwald, quien fue un alto diplomático que fungió como secretario de prensa de la Oficina de Relaciones Exteriores durante ese periodo, describió el estilo periodístico de Johnson como “no bien fundamentado en los hechos. Era exagerado, deshonesto y manipulaba la información para que se adaptara a una narrativa que él había preconcebido”.
Sin embargo, se convirtió a sí mismo en una marca. Charles Grant, a quien la revista de noticias The Economist apostó en Bruselas, comentó que Johnson parecía adoptar el argumento antieuropeo para impulsar su carrera. “Durante mucho tiempo me pareció que no creía en lo que escribía”, mencionó. “Era un juego. Para él, el juego era: ‘¿Cómo puedo ser un éxito?’”.
Johnson la recordó como la época más emocionante de su carrera.
“Cada vez que escribía desde Bruselas, era como si lanzara rocas por encima de la barda y escuchara el increíble sonido de los vidrios que se rompían en el invernadero de al lado, en Inglaterra”, recordó. “Todo lo que escribía tenía un asombroso efecto explosivo en el partido tory [conservador] y en verdad me daba esta extraña sensación de poder, supongo”.
Dos décadas más tarde, cuando los conservadores recibieron el llamado para tomar partido en el referendo del brexit, Johnson se había distanciado tanto del tema que muchos de sus asociados cercanos quedaron sorprendidos cuando se unió a la campaña a favor de la salida de la Unión Europea. Para entonces, Johnson se había remodelado como centrista, y ganó dos elecciones para la alcaldía de la ciudad de Londres, de tendencia izquierdista. Era uno de los políticos más populares del país.
Quienes lo han analizado a mayor detalle hacen notar que hay arte detrás del caos de Johnson.
Hace poco, el presentador de televisión Jeremy Vine recordó haber visto cómo Johnson manejaba una multitud en una ceremonia de premios para la industria de los seguros. Llegó cuatro minutos antes de dar un discurso e improvisó con dificultad en el podio, como si estuviera perdido. Toda la gente lo ovacionó de pie.
“Hubo algo en ese caos —la realidad, supongo— que fue completamente gracioso”, escribió Vine. “Frente a nosotros teníamos a un miembro del parlamento que era de carne y hueso, que había venido sin un guion o una agenda y después había olvidado, no solo el nombre del evento, sino todo su discurso y el remate de su historia más graciosa. Estaba asombrado de verlo”.
Dieciocho meses después, Vine apareció con Johnson en otro evento del sector y Johnson repitió la actuación al punto. Los dos discursos, según Vine, “provocaron que me hiciera la pregunta fundamental, la que te preocupa más cuando escuchas a un político: ¿este tipo está hablando en serio?”.