Todo parecía perfecto. A principios de 2017, y con tan solo 33 años, ya había ganado un Pulitzer, el mayor premio que un periodista puede obtener, por los Papeles de Panamá. Como jefa de datos y tecnología del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, tuve un rol clave en una investigación que hizo dimitir a líderes mundiales, incluido un ministro en España, y que cambió percepciones y leyes sobre los paraísos fiscales.
Sin embargo, a pesar del orgullo por el trabajo, por dentro me sentía vacía. Nada me motivaba. Mis fines de semana los pasaba tirada en el sofá por agotamiento y me sentía culpable por estar mal a pesar de todos los éxitos. Tardé mucho en comprender que estaba quemada, que tenía el síndrome del burn out.
El teletrabajo sin límites, el uso intensivo de la tecnología y el descuido hacia mi persona se juntaron para fabricar una bomba que tenía programada una cuenta atrás. Ese tecnoestrés lo sentirán muchos tras este confinamiento que nos ha tenido hiperconectados más que nunca, para bien y para mal. Aún están a tiempo de desactivar esa bomba silenciosa y que no les explote en la cara, como me pasó a mí.
Los que me conocen me describen como una persona hiperactiva y con una gran capacidad de trabajo. Si tengo motivación y un propósito claro, siento que casi todo es posible, y más con las facilidades que aporta la tecnología. En los Papeles de Panamá, que empezamos a investigar en 2015, yo trabajaba desde casa, pero no estaba sola. Me acompañaban al otro lado de la pantalla casi 400 periodistas de más de 80 países que formaban un equipo global. Todos con el mismo objetivo: destapar los secretos de la filtración más grande de la historia del periodismo. Juntos desvelamos cómo los ricos y poderosos ocultan sus fortunas en paraísos fiscales.
Mi día a día era una lluvia de mensajes instantáneos, correos electrónicos y videollamadas a cualquier hora. Lo primero que hacía al abrir los ojos era coger el móvil y comprobar el correo electrónico, y de ahí no paraba hasta que me volvía a meter en la cama. Me sentía muy eficiente en mi trabajo y mis jefes estaban muy contentos conmigo.
Como buena millennial, me encantaba esa hiperconexión con el mundo, pero no siempre era útil. La tecnología captaba mi atención incluso cuando no quería. Respondía en minutos a los mensajes o correos electrónicos que me llegaban, aunque fuera fin de semana o estuviera de cena con los amigos. “Disculpad, es que es importante”, les decía. Mis límites entre trabajo y vida personal eran muy difusos. De madrugada, a pesar del cansancio, contestaba a mis compañeros con mensajes de voz desde la cama.
Cuando llegaba el momento de descansar lo único que quería era evadirme. Vivía sola y para desconectar también usaba la tecnología: me ponía series y miraba redes sociales. El tiempo se evaporaba. Daba igual que hubiera tenido una jornada laboral de 16 horas, aún podía pasar una hora más leyendo banalidades en Facebook. Y luego venía la culpa. A la mañana siguiente me sentía imbécil por haberle robado horas al sueño con cuestiones que en el fondo no me importaban tanto.
No lo vi venir. Un día mi bomba interna explotó y ya no pude seguir igual. Estaba exhausta física y mentalmente. Ni el Pulitzer consiguió darme la fuerza necesaria para continuar. A finales de 2017 dejé mi trabajo y me fui a vivir al sur, a Almería. Fui una privilegiada, porque pude parar. Por las mañanas me levantaba mirando al mar. No tenía compromisos ni obligación de responder a nadie y, sin embargo, consultaba WhatsApp a todas horas, incluso en el baño. También me despistaba cada vez que recibía una notificación, bien de mi correo electrónico o de las redes sociales.
Economía de la atención
En ese momento me di cuenta de que tenía un problema con el uso de la tecnología. Era víctima, como tantos otros, de la economía de la atención, la que hacer ganar dinero a las aplicaciones según el tiempo que pasamos en ellas. Su diseño está estudiado para captar nuestra atención durante el máximo número de minutos posibles. El deslizamiento del dedo sobre la pantalla del móvil copia el movimiento adictivo de las máquinas tragaperras. Las burbujas de las notificaciones de las aplicaciones son rojas para atraernos. La reproducción automática de vídeos ocurre en segundos para que nuestro cerebro no tenga tiempo de decidir si quiere seguir viéndolos.
Cuanto más leía sobre el tema más me sentía como en la película “Matrix”, en esa escena en la que Morfeo le dice a Neo: “Naciste en cautiverio (…) en una prisión para tu mente”. Al igual que Neo, me tomé la pastilla roja y entendí que no era del todo libre en mis decisiones. La tecnología dominaba mi tiempo a su voluntad, usando los últimos descubrimientos de la neurociencia y la inteligencia artificial.
Además, tenía un efecto sobre mi salud mayor del que yo creía. Por ejemplo, existe la llamada apnea del correo electrónico. Sin saberlo, muchos de nosotros contenemos la respiración, o hacemos respiraciones más cortas, cuando estamos frente al email o a las pantallas. Esto tiene un efecto directo sobre nuestros sistemas nervioso e inmunológico.
En los últimos dos años y medio he realizado diferentes experimentos para tener una relación más saludable con la tecnología y volver a controlar mi vida y he encontrado una fórmula que me funciona. No es mágica, y para cada uno será diferente, pero lo cierto es que todos podemos tomar pequeñas medidas para evitar la tecnofatiga y tecnoadicción, independientemente de dónde vivamos y en lo que trabajemos.
Hay decenas de recomendaciones que se pueden seguir: desde apagar las notificaciones hasta poner nuestras pantallas en blanco y negro, pasando por hacer tiempos de desconexión digital de horas o incluso un día entero cada semana. Para mí, el cambio se inicia haciéndose las preguntas adecuadas.
Yo empecé preguntándome: “¿Cuál es el elemento que más me roba atención?” En mi caso era el correo electrónico. Determiné que no lo necesitaba en el teléfono, así que borré la aplicación. Para curarme en salud, puse una respuesta automática, que aún mantengo, que avisa a aquel que me escribe de que solo lo leo esporádicamente. También incluyo mi número de teléfono para que me llamen o escriban por WhatsApp si es urgente; sorprendentemente, lo han hecho menos de 20 personas en dos años.
Las redes sociales también me robaban bastante tiempo, así que redefiní mi relación con ellas. Borrar la aplicación de Facebook no me costó mucho y a día de hoy casi no lo miro. Con Twitter es diferente, ya que me sirve para estar al día de la actualidad. Así que sigue en mi móvil, pero con las notificaciones apagadas. Lo miro a voluntad.
Como no soy perfecta y cambiar hábitos es complicado, a veces caigo en la trampa. La semana pasada pasé casi 19 horas en WhatsApp, una media de tres horas al día. Hay noches en las que sigo perdiendo casi una hora leyendo Twitter o fines de semanas en los que me veo cuatro y cinco capítulos seguidos de una serie.
Por eso, intento tener siempre encendido el piloto de la auto-observación, para irme dando cuenta en el camino y aprender de los errores. Meditar me ha ayudado a entrenar mi atención y percatarme de lo que ocurre en cada momento.
Lo que mejor me ha funcionado es darle a mi cerebro el tiempo necesario para que pueda responder a si “realmente quiero dar este paso ahora”. Esta pregunta para mí es sobre todo clave en dos momentos. El primero es antes de dormir, al terminar de ver el capítulo de una serie o cuando me pongo a mirar el móvil en la cama.
El segundo es durante el trabajo. Escribiendo este artículo, por ejemplo, tengo el correo electrónico cerrado y solo lo he abierto, intencionalmente, en las pausas. El móvil está ahora mismo boca abajo a mi lado, la pantalla bloqueada, con las notificaciones desactivadas y WhatsApp dentro de una carpeta. Gracias a esto tengo que dar cinco pasos (entre tres y cinco segundos) para ver los mensajes.
Sigo haciendo un uso intensivo de la tecnología, me encantan las posibilidades que me ofrece y todo lo que me facilita en mi vida. Pero el autocontrol y la higiene mental se han convertido en una prioridad ya que contribuyen directamente a mi felicidad. Son tan importantes para mí que ahora dedico gran parte de mi tiempo a ayudar a otros a tomar el retomar control de su atención. Acabo de lanzar un proyecto para enseñar a mis compañeros periodistas a gestionar el estrés y la sobrecarga digital. También me preocupa mucho el poder de los algoritmos sobre nuestras decisiones, y por eso, he cofundado el Observatorio del Impacto Social y Ético de la Inteligencia Artificial, OdiseIA.
Si algo nos ha enseñado la pandemia es el poder de la pausa. Obligados a parar, hemos aprendido que muchas de las “obligaciones” bajo las que vivíamos no eran tales, y que podemos elegir qué uso queremos hacer de nuestro tiempo. Estoy convencida de que podemos utilizar esta enseñanza de manera consciente para relacionarnos más saludablemente con la tecnología. Solo así seremos verdaderamente libres.
Fuente: El País