«Jodida zorra» («Fucking bitch»), espetó el congresista republicano de Florida, Ted Yoho tras reprender a Alexandria Ocasio-Cortez en las escaleras del Capitolio la semana pasada. «Golfa de mierda» e «hija de puta» fueron los insultos que una veintena de manifestantes del sector taurino dedicaron, también, a la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, el pasado viernes en Toledo.
La conexión temporal del golferío entre Ocasio-Cortez y Díaz no es un fenómeno aislado. Reducir y someter a las mujeres al agravio machista por su mera condición femenina es todo un clásico. La primera respuesta del teclado predictivo al ‘cómo se hace para callar a una mujer’. El recurso estrella sobre aquellas que, especialmente, están en una situación de poder y tienen altavoz o herramientas para ejercerlo. Como esa canción del verano explotada sin descanso una y otra vez en nuestras cabezas, inmutable en su esencia en la esfera pública y privada. El comodín que lo mismo se grita desde la barra del bar al televisor que en los aledaños del Congreso estadounidense: «Cállate, zorra», como golpe sobre la mesa y chitón a la conversación.
El estigma de la «puta» es habitual en la política en femenino. Lo han denunciado desde la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, a la exministra socialista Beatriz Corredor («¿Cómo puedes ser tan puta para apoyar la investidura a un traidor?», fue uno de los mensajes que encontró en su bandeja de correo electrónico por apoyar el pacto entre PSOE y Podemos). «Puerca» y «zorra repugnante», dedicó en 2010 el periodista Eduardo García (conocido como García Serrano) a la exconsellera de Salud de la Generalitat de Cataluña Marina Geli cuando ejercía de tertuliano en El Gato al agua (el incidente se resolvió en los juzgados como un delito de injurias graves). Tampoco importa la ideología política de la silenciada: «Usted es un espécimen a investigar, tiene apariencia de ser una zorra pero escupe como una víbora» o «Querida Cospedal, lo cierto es que tienes una piel muy bonita. De hay [sic] se podría sacar un precioso abrigo de zorra», fueron dos de los improperios que el actual director de participación ciudadana de La Rioja, Mario Herrera (Podemos), dedicó a María Dolores de Cospedal, abogada del Estado y expolítica del PP, en una serie de tuits en mayo de 2012. La historia es tan vieja como el hecho de que las mujeres hayan podido medrar poder en el sistema patriarcal.
«¡Hillary es una puta!»; «¡Da una trompada a esa zorra!»; «¡Golfa, zorra!»; «¡Mátala!», gritaban al unísono los simpatizantes republicanos en los mítines de Trump en 2016, donde se popularizó el lema y juego de palabras «Trump that bitch» (que en castellano vendría a ser «vence a esa zorra»). Clinton es, posiblemente, la candidata que más ha sufrido este acoso misógino, normalizado por los medios durante su campaña. Una de las camisetas machistas pro Trump más vendidas en la contienda electoral fue «Golpea a esa zorra» o «Si Hillary no pudo satisfacer a su marido, cómo va a satisfacer a América». Los insultos no solo venían de los republicanos. En las primarias contra Bernie Sanders, el Washington Post publicó un estudio basado en cómo eran los adjetivos que Twitter dedicaba a los candidatos demócratas. Mientras para Bernie Sanders no había insultos de género, para Hillary, buena parte de sus menciones eran con palabras como «zorra», «vagina», «feminazi» o «bruja».
A Ocasio la llamaron «zorra», «desagradable», «loca» y «peligrosa» por sugerir públicamente que el racismo sistémico, la pobreza y el desempleo están impulsando un aumento en la delincuencia en la ciudad de Nueva York durante la pandemia de coronavirus y reclamar con decisión una mayor inversión social. A Yolanda Díaz la redujeron a «golfa» por no haber incluido al sector de la tauromaquia en las ayudas especiales que, debido a la crisis del coronavirus, contempla el decreto ley del 5 de mayo para los artistas en espectáculos públicos. Esa misoginia reduccionista, la rabia que delata ese «fucking bitch» o «golfa de mierda», simboliza la falta de recursos racionales y una ferocidad reaccionaria frente aquellas mujeres con altavoz público o que tengan, directamente, poder para ejecutar decisiones. Un rencor escondido, pobre pero ruidoso, frente a lo que consideran como forasteras del poder.
«Las mujeres poderosas, especialmente aquellas cuyo talento resulta, indiscutiblemente, más impresionante que el de sus compañeros varones suelen percibirse como monstruosas o perversas, desequilibradas o insanas, solo por desafiar a la autoridad masculina», escribió la periodista Rebecca Traister en Buenas y enfadadas (Capitán Swing, 2019), un tomo que pone contexto a la evolución de la ira de las mujeres (y hacia ellas) según han avanzado las conquistas femeninas y el discurso feminista en la política estadounidense y global.
Una era de avances en materia de igualdad en la que, sin embargo, seguimos considerando que los hombres que hablan fuerte y claro son enérgicos y firmes, pero aquellas que también lo hacen, o bien son tildadas de histéricas o son caricaturizadas como zorras o brujas –a Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de EE UU, se la dibuja como la «bruja malvada» en memes y discursos del bando republicano–. «Estamos programados para escuchar la ira de los hombres como algo estimulante, algo así como la canción de cuna nacional, pero el ruido que hacen las mujeres que reclaman la libertad nos suena igual que el que hacen las uñas en una pizarra, nuestra pizarra nacional. Y eso es porque la libertad de las mujeres reduciría, de facto, la dominación masculina blanca», añade Traister en el texto. Buscando la raíz de este desdén misógino, la periodista entrevistó a la activista feminista Gloria Steinem para entender qué es lo que pasa para que hayamos llegado hasta aquí. Ella no dudó en su respuesta: «Nos crían mujeres, de modo que desde edad muy temprana experimentamos el poder de las mujeres. Y los hombres, especialmente de adultos, cuando se enfrentan a una mujer poderosa, sienten una regresión a su infancia y por eso la anulan».
Fuente: ElPAIS